8 mar 2015

Irán, Israel, Cristina y Lorenzetti

Diplomacia, política y furcios judiciales

Eduardo Anguita



Imad Mughniyah fue asesinado el 12 de febrero de 2008 tras participar, en Damasco, de una celebración de la revolución iraní de 1979 que terminaba con el régimen colonialista de Mohamad Reza Pahlevi. Mugniyah fue encontrado responsable del atentado a la Embajada de Israel ocurrido en marzo de 1992. Se lo recordó el mismísimo presidente de Israel, Benjamín Netanhayu, a Cristina Fernández de Kirchner tras el discurso que emitió al inaugurar las sesiones ordinarias del Congreso el pasado domingo. Fue la propia Corte Suprema de Justicia en 1999 –con los votos en contra de Enrique Petracchi y Augusto Belluscio– la que hizo una pirueta para bajarle el precio a la investigación a la medida geopolítica de alineamiento con Estados Unidos e Israel. Mugniyah, nacido en el Líbano, tenía altas responsabilidades en Hezbollah, una organización político militar que tiene fuerte incidencia al sur del Líbano, una zona muy árida poblada de palestinos expulsados de los territorios ocupados por Israel. Suele decirse que Hezbollah es financiada por Irán, lo cual debe ser parcialmente cierto. Lo que se evita decir es que tiene alto porcentaje de votantes, entre otras cosas porque distribuye agua –vital desde el sur de Beirut hasta la frontera con Israel– entre la población. Hezbollah también tuvo otro modo de financiamiento: el traslado de diamantes desde países africanos –donde es mayoritaria la población musulmana– hasta la ciudad belga de Amberes, el mayor centro mundial de venta de diamantes, con empresas casi exclusivamente en manos de familias judías desde el siglo XVII. Como suele suceder, la bandera blanca puede levantarse si hay negocios lucrativos para dos partes que tienen un conflicto casi imposible de resolver.
Para graficar lo complejo que es el mundo de la inteligencia de las potencias y los grupos llamados terroristas, lo que Netanhayu no mencionó es que a Mughniyah lo mataron la Mossad y la CIA y que su muerte no fue resultado de rencillas internas de Hezbollah, tal como afirmaron las autoridades norteamericanas e israelíes en aquel momento. El pasado 30 de enero el portal de The Washington Post publicó una extensa explicación de cómo agentes de la CIA prepararon las bombas que fueron activadas por comandos de la Mossad. Al día siguiente, también lo publicó Newsweek, dado que un grupo de periodistas de ese semanario también había recibido la información.

¿Acuerdo con Irán? Para evitar confundir al lector y que no se interprete esto como una novela de enredos, conviene detenerse un poco en la complejidad de la relación entre los tres actores centrales de esta historia. Israel tiene elecciones el próximo 17 de marzo y esta semana quedó en evidencia la puja entre la derecha republicana y el gobierno de Barack Obama. En efecto, el mandatario israelí viajó a Washington para exponer en el Congreso invitado por John Bohener, presidente de la Cámara de Representantes. Tan clara resultó la alianza entre la derecha israelí –el Likud– y la norteamericana, que Netanhayu habló en Washington sin haber siquiera sido invitado por la Casa Blanca y en el mismo día en que el vice Joe Biden estaba sentado con el vice de Irán, Javad Sharif, en Suiza, para avanzar en el acuerdo internacional sobre el plan nuclear iraní.
Para graficarlo: hace unos años, tanto republicanos como demócratas hablaban de Irán como un puntal del Eje del Mal, un concepto acuñado por George Bush tras los ataques a las Torres Gemelas. Allí tenían cabida Irán, Irak, Siria, Libia y otra cantidad de naciones a las que Estados Unidos tenía en la mira especialmente por sus recursos petroleros. Trece años después el mosaico político internacional es muy distinto. Es importante recordar que el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) envió varias misiones para saber qué pasaba en las plantas de enriquecimiento de uranio iraní. Mientras que voceros de Estados Unidos e Israel sostenían que el gobierno de los ayatolás estaba en condiciones de fabricar bombas atómicas, los expertos de la OIEA daban siempre informes que no permitían confirmar esas presunciones. Tras tantos años de pujas sobre este tema, cabe consignar que el gobierno de Obama lidera las negociaciones por un acuerdo con Irán, para llegar a un entendimiento donde también están Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia y China.
Irán empezó a recibir tecnología nuclear de la mano de Estados Unidos, cuando norteamericanos y británicos en 1953 llevaron a cabo una operación para desalojar a Mohammad Mosaddegh, el presidente que osó nacionalizar el petróleo. En su lugar, ambas potencias colocaron a Reza Pahlevi, quien fue un aliado que proveyó negocios para las compañías petroleras occidentales hasta que en 1979 triunfó la revolución de los ayatolás. Pero los matices de esta historia merecen detenerse en Hassan Rouhani, el actual presidente de Irán, quien en 2004 encabezaba las tratativas para un acuerdo nuclear global que distendiera la convulsionada región. Rouhani estaba al frente de esa estratégica misión un año antes incluso de que Mahmud Ahmadineyad asumiera la presidencia de Irán por dos mandatos. Se sabe, Ahmadineyad fue quien negó la Shoá, quien puso el máximo de tensión entre su país y el eje Washington-Tel Aviv. Desde agosto de 2013, por múltiples factores, ese eje está en dificultades y curiosamente Washington pretende distender sus vínculos con Teherán. Una encuesta del pasado 3 de marzo del Departamento de Opinión Pública de la Universidad de Maryland indica que el 61% de los estadounidenses apoya las negociaciones de las seis naciones para lograr un acuerdo que ponga límites al programa nuclear iraní, en tanto que el 36% prefiere la profundización de las sanciones como vía para poner límite al enriquecimiento de uranio iraní.
Aunque el tema requiere ver muchos matices, es preciso entender cómo fija Estados Unidos sus políticas en territorios donde tiene intereses estratégicos. No se trata de alineamientos ideológicos, ya que los escenarios de los últimos 20 años no tienen que ver con los enfrentamientos de la Guerra Fría. Estados Unidos está preocupado por el crecimiento de China y esa es su preocupación principal. En ese sentido, el acuerdo energético firmado entre Beijing y Moscú en mayo de 2014 plantea un ajedrez complicado y Washington no pierde pisada con el petróleo en los países árabes. Desde hace un tiempo, al menos en la superficie, para Estados Unidos y sus aliados de la OTAN lo principal es combatir el Estado Islámico (EI). Claro, una vez más conviene reparar en que la propia CIA se dedicó a potenciar el papel de esa organización para justificar luego la intervención militar. Además, Hezbollah tiene raíz chiíta (lo cual explica el apoyo de Irán) en tanto que el EI es sunita. Hezbollah está asentado en el sur del Líbano, una región sin petróleo, en tanto que el EI está asentado en regiones petroleras de Irak y tiene su capital en la ciudad siria de Raqqa. Para la expansión norteamericana en la zona eso es muy atractivo. En cambio, para Israel lo importante sigue siendo su enfrentamiento con Irán.

El memorándum. 
Mientras en Estados Unidos la distensión con Irán gana adeptos, buena parte de la prensa y de los políticos opositores se quedaron enganchados en el eje del mal. No entienden quizá que si The Washington Post yNewsweek prefieren desnudar las maniobras de la CIA para matar opositores y acusar a Hezbollah no es por amor a la verdad sino porque, cada tanto, la guerra deja lugar al diálogo y a la distensión. La decisión de Daniel Rafecas de rechazar el pedido del fiscal Gerardo Pollicita puso las cosas en su lugar respecto de desactivar un artefacto judicial explosivo. Tras la apelación realizada por Pollicita el pasado miércoles, ahora la palabra la tendrá la Cámara Federal porteña.
Sin perjuicio de la denuncia que pretende poner a Cristina como responsable de un pacto de impunidad, el Memorándum con Irán ya fue cuestión judiciable en el sentido de que en mayo de 2014, cuando faltaban dos meses para los 20 años del aniversario del atentado a la AMIA, los jueces Eduardo Farah y Jorge Ballestero de la Sala I de la Cámara Federal porteña hicieron lugar a un amparo interpuesto por la AMIA y la DAIA y declararon inconstitucional el memorándum. Cuánto influyeron aspectos jurídicos y cuánto el peso político de un atentado que todavía goza de impunidad es difícil de saber. El Gobierno siempre sostuvo que el acuerdo tendía a que la Justicia tuviera la chance de interrogar a los acusados de nacionalidad iraní por pedido del fiscal Alberto Nisman y bajo el juzgado de Rodolfo Canicoba Corral. Pero, ¿cuánto pesó la política internacional en la firma de aquel memorándum? ¿Quiénes podían alentar un entendimiento entre Irán y la Argentina a lo largo de 2012 y principios de 2013? A la luz de los cambios experimentados al interior de Estados Unidos y de las revelaciones de que al supuesto terrorista libanés lo mataron la CIA y la Mossad no es osado abrir el abanico y pensar que detrás de este acuerdo no estaba el petróleo iraní, sino un sector de la diplomacia de Estados Unidos.
Vale la pena poner el calendario en la mano: el 27 de enero de 2013 se firmó el acuerdo y apenas dos semanas después, el gobierno iraní afirmó que el ministro de Defensa, Ahmad Vahidi, acusado de ser el autor intelectual del atentado a la AMIA, de ningún modo iba a prestarse a ser interrogado por un juez argentino. Gobernaba Mahmud Ahmadineyad y, dato no menor, en mayo había elecciones. ¿Alguien se imagina que el presidente iba a entregar a un alfil en pleno fragor electoral? Un segundo elemento es que en esas elecciones triunfó Hasan Rouhani, el hombre que condujo el diálogo durante años para distender el tema nuclear de su país. ¿Alguien se imagina a un presidente que asume tratando de hacer cumplir un pacto firmado por su predecesor y que, además, no había sido confirmado por el Parlamento y desestimado por el propio Ahmadineyad al no entregar al ministro de Defensa? El acuerdo con Irán pudo haber sido un acierto o un desacierto político, pero de ningún modo conmovió a nadie y, además, nació muerto. Tan incomprensible como la firma del entendimiento es que, en la Argentina, la derecha vernácula no se enteró de que otros vientos soplan en la Casa Blanca respecto de Irán.

Lorenzetti y Cristina
Siendo ministro de la Corte Suprema, Raúl Eugenio Zaffaroni redactó un breve escrito para dar cabida a un pedido de un familiar de una víctima de la voladura de la Embajada de Israel. Fue en 2006 y fue luego rubricado por los otros seis miembros del alto tribunal. Esa acordada de la Corte sirvió para que no prescribieran los plazos procesales. Como no se sabía a ciencia cierta quiénes habían perpetrado la explosión, Zaffaroni consideró que no había suficientes elementos para calificarlo como un crimen de lesa humanidad. Es sencillo, si no se sabe quién fue no se puede tipificar un delito. Como ejemplo, el propio Zaffaroni dice que no se pueden descartar las hipótesis más descabelladas hasta que la investigación criminal no confirme pistas.
Respecto de la frase de Ricardo Lorenzetti en su extensa y profunda reflexión de una hora en el día de inauguración de la Corte Suprema ("Es cosa juzgada"), el propio Zaffaroni desestimó cualquier segunda intención y la consideró una expresión desafortunada. "Desde ya que no es cosa juzgada" dijo el ex ministro de la Corte.
Lo cierto es que la muerte de Alberto Nisman no sólo desata pasiones y utilizaciones políticas sino que vuelve a poner en el tapete los dos atentados ocurridos en 1992 y 1994, donde no hay certezas sino puras manipulaciones. Algunas de ellas se ventilarán cuando se inicie el juicio por el encubrimiento a la voladura de la AMIA.
Otro elemento relevante en este escenario es el papel nefasto que cumplieron los servicios de inteligencia potenciados por el desplazamiento de algunos de los espías que cumplieron funciones en aquellos años y que, como Jaime Stiuso, siguieron en primer plano alrededor de la denuncia de Nisman. Tres décadas perdidas respecto de qué deben hacer los espías en democracia, más allá de ser funcionales algunas veces y disfuncionales otras a los gobiernos de turno.
La Presidenta y buena parte de los funcionarios del Gobierno sostienen en público que existe un partido judicial. Algunos comunicadores cercanos agregan de modo temerario que Lorenzetti es el jefe de ese partido y sugieren que respalda –o influye en– las decisiones de algunos jueces que tienen causas sensibles de corrupción. La idea catastrofista de que en la Argentina puede pasar cualquier cosa debería ser contrastada con la situación que se vive en el país. En primer lugar, porque ya está lanzado el año electoral y en varios distritos ya están en marcha los mecanismos para las PASO. De hecho, en dos municipios de Mendoza ya se realizaron el pasado domingo 22 de febrero. En segundo lugar, porque pese a las dificultades económicas, no hay ningún escenario caótico, ni siquiera el de los fondos buitre que muchos advertían como imposible de sostener. En tercer lugar, porque los procedimientos judiciales de tanta exposición pública como las causas que tienen a Amado Boudou como acusado e incluso imputado no pueden considerarse un principio de golpe de Estado. Son realidades que se tramitan, con mayor o menor fortuna, en los estrados judiciales. En ese sentido, más allá de los fuegos de artificio, no hubo rebeldía por parte de ningún funcionario citado a un juzgado. Y los jueces que se extralimiten deberían ser llevados a juicio político. No parece ser el caso de Norberto Oyarbide, que tiene tantas causas sensibles como custodio para vergüenza de la Justicia y la política, ambas dos. Por eso, más allá de los discursos encendidos desde distintas tribunas y del uso político y mediático de algunas causas, las acusaciones de los fiscales o las citaciones de los jueces no deberían asustar a funcionarios probos.