El continente africano pocas veces figura en las noticias de los grandes medios de comunicación occidentales. Ello solo ocurre si la información se relaciona con un brote epidémico o una situación terrorista que amenace a Estados Unidos o algunos otros países ricos, estrechos aliados suyos. El reciente brote de ébola en el África occidental se ha convertido en una de esas excepciones que ponen al continente en el mapa de los grandes medios corporativos de información.
“Está claro que debemos preocuparnos por el brote de ébola, pero no tanto por la amenaza que puede suponer para Occidente, sino por lo que revela acerca del estado actual del sistema sanitario en África y sobre los muy limitados recursos de que se dispone en todo el mundo para enfrentar la situación”, ha reconocido Adam Levine, profesor asistente de la universidad estadounidense de Brown, que colabora actualmente en Ruanda como consejero clínico para emergencias y cuidados postraumáticos, en un artículo que estimo enjundioso y oportuno, sobre todo por quien lo emite.
“Dejen de preocuparse por el ébola y empiecen a preocuparse de lo que significa” (Stop Worrying About Ebola and Start Worrying About What it Means) titula el doctor Levine su trabajo, publicado el 13 de agosto por el diario digital neoyorquino The Huffington Post.
“Tristemente, los medios occidentales ignoran el contexto de abandono de la salubridad pública y las increíbles desigualdades que existen en el mundo que están en su origen”, hace notar Levine.
“Los dos últimos estadounidenses infectados en Liberia están mejorando, no porque recibieran un suero mágico, sino por la atención médica recibida y su rápida evacuación a hospitales modernos con instalaciones de cuidados intensivos”.
La tasa de mortalidad a causa de todas las enfermedades, desde la neumonía hasta los ataques de corazón pasando por el cáncer y los accidentes de tráfico, es más alta en el África subsahariana que en cualquier hospital occidental. Pero la posibilidad de morir a causa de cualquier enfermedad en este mundo, el ébola incluido, tiene mucho que ver con la geografía.
Según el galeno norteamericano, existen varios tratamientos efectivos para el ébola que pueden ayudar a las personas que pasan por las peores fases de la enfermedad e incrementar sus posibilidades de supervivencia, como la reanimación mediante fluidos intravenosos, glóbulos rojos, plaquetas, sustancias coagulantes para evitar las hemorragias, antibióticos para tratar las infecciones bacterianas más comunes, oxígeno, etc. Además, un equipamiento de diagnóstico moderno puede ayudar a médicos y enfermeros a seguir las constantes vitales para controlar a los pacientes en caso de complicación.
Levine asegura que el ébola no es la enfermedad más contagiosa que se conoce, se contagia solo por contacto físico, especialmente por los fluidos corporales, no se transmite por el aire ni por aerosoles, lo que la hace menos contagiosa que otras enfermedades transmisoras, como el sarampión, la varicela, la tuberculosis o incluso la gripe.
En los seis meses en que el ébola ha matado unos mil niños y adultos en el África subsahariana, en la región han muerto 298 mil niños de neumonía, 193 mil de diarrea, 288 mil personas de malaria y 428 mil por lesiones, incluyendo en accidentes de tráfico.
Opina el experto que un mejor acceso a servicios de urgencias y cuidados intensivos ayudaría a salvar a los pacientes de ébola y también a los afectados por los más letales problemas antes citados.
En África Occidental, el ébola se ha extendido rápidamente debido a la falta de medidas básicas sanitarias en hospitales públicos y clínicas con equipamiento precario. Muchos centros carecen de productos tan necesarios y básicos como guantes y batas, y en muchos otros escasea el agua o el alcohol, imprescindibles para la higiene.
La verdadera tragedia del brote de ébola es que la mayoría de los africanos no tiene acceso a los medicamentos, instalaciones y profesionales de los que disponemos en Occidente desde hace décadas, y que podrían haber evitado el descontrol de la epidemia, dice Levine.
Tristemente, las compañías farmacéuticas no suelen estar dispuestas a invertir en investigaciones para prevenir o tratar enfermedades que solo afectan a gente pobre, ya que obtendrían pocos (o ningún) beneficios.
Es obvio que el profesor Adam Levine jamás aprobaría ser cómplice de la idea de que la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, USAID, con la que ahora él colabora en África en tareas humanitarias, dedique cuantiosos fondos aportados por los contribuyentes estadounidenses para objetivos plausibles, a otros propósitos tan insensatos como la promoción de la subversión y el “cambio de régimen” en naciones pobres cuyos gobiernos Washington considera inconvenientes.