Sólo estaremos maduros para la paz cuando nos duela la muerte de todo colombiano, de esos muchachos humildes que hace 50 años mueren anónimos atrapados en todos los bandos, y a quienes los señores de la guerra llaman héroes o canallas dependiendo solamente de si están bajo sus órdenes.
Por William Ospina
Durante 50 años el problema político colombiano fue tratado por los dueños del país como un problema militar. Cuando hace cuatro años el gobierno Santos aceptó que el conflicto era político, creímos que venían en marcha las soluciones políticas correspondientes. Pero la vieja dirigencia sabe que la paz verdadera resulta costosa en términos sociales: que exigirá no sólo cuantiosas inversiones, sino darle al pueblo un protagonismo que aquí nunca ha tenido.
Todo esfuerzo por dar al pueblo un lugar en la historia, desde los proyectos de José María Melo, de los liberales radicales y de Jorge Eliécer Gaitán, hasta los proyectos también frustrados de Rojas Pinilla, de Alfonso Barberena o de Camilo Torres, fueron vistos con terror por una dirigencia para la que este es “un país de cafres”, el pueblo en el poder un sinónimo de barbarie, y la igualdad un señuelo para atrapar incautos. Colombia es un negocio privado en el que los ciudadanos estorban.
Juan Manuel Santos quiere la paz, pero una paz que no le cueste nada a la dirigencia. Temo que no le duele la guerra porque en ella mueran muchos colombianos, ni porque signifique un desangre para el tesoro público, ni porque aplace eternamente la modernización del país: le duele porque estorba para el proyecto de la casta hegemónica que siempre ha querido vender el país al mejor postor, seguir siendo los administradores ungidos de su república tropical, y ser recibidos como socios por los grandes poderes del mundo.
No quieren que la paz les cueste, y si les cuesta, que sea sólo un poco en términos económicos, pero que no signifique una pérdida de poder, ni permitir que otros sectores de la sociedad puedan tener iniciativas y convertirse en voceros de la nación .Por eso, en vez de tomar decisiones políticas para que la paz avance, prefieren dejar que la paz se convierta en un debate jurídico: no sobre reformas y transformaciones históricas que aclimaten la paz en las veredas, en las barriadas y en el corazón de los ciudadanos, sino una pelotera inútil sobre tribunales, cárceles, acusaciones y golpes de pecho.
Quieren que la guerrilla abandone voluntariamente la guerra, pero que se comporte como un ejército derrotado en el campo de batalla. Santos tiene el mismo discurso de Uribe, llevó a la guerrilla a la mesa de negociaciones con la política de Uribe, pero quiere ser el beneficiario único de los resultados. Y Uribe ve en él a un hombre que participó de su política, se benefició de ella, fue heredero de todos sus manejos buenos y malos, y ahora pretende ser el inmaculado símbolo de la legitimidad, uno de esos hombres por encima de toda sospecha que encarnaron siempre al establecimiento colombiano.
En mi libro Pa que se acabe la vaina sostengo que la verdadera responsable de todo lo que pasa en Colombia: de la pobreza, el atraso, la violencia, la criminalidad, las guerrillas, el narcotráfico, los paramilitares, la corrupción y el caos generalizado, es la vieja y perfumada dirigencia nacional, que nos gobierna desde hace más de un siglo.
Es una dirigencia astuta: cada cierto tiempo monta en el poder a alguien que le resuelva por la fuerza sus problemas, se beneficia de ello, después instala en la picota a esos que le salvaron el botín, y termina quedándose con el género y sin el pecado. Así lo hicieron con Rojas Pinilla cuando el país se ahogaba en sangre en 1953: el dictador les pacificó el rancho, poco después descargaron en él todo el desprestigio del régimen, y firmaron un acuerdo histórico que les devolvía el poder y les limpiaba la imagen para siempre.
Ahora están haciendo lo mismo: le entregaron el poder a Uribe Vélez para que les pacificara un país que hacía agua por todas partes, no les importaron los métodos que su salvador utilizaba para ello, lo acompañaron, fueron sus ejecutores, y ahora descargan en él todo el desprestigio de una edad infame de la que participaron con plena conciencia. Quieren ser los herederos sin sombras de un pasado tenebroso. Sólo que no han logrado garantizar la unanimidad del establecimiento, y una mitad de los poderes está con el otro. La paz está siendo utilizada como un instrumento para dirimir el conflicto entre dos facciones de la dirigencia colombiana, y ambos la miran con la mirada mezquina del que quiere ganar la guerra sin obrar los cambios que podrían superar la postración histórica de este país.
Porque para conseguir la paz verdadera no basta mandar a los guerrilleros a la cárcel, como quieren unos, o concentrarlos en el sitio conveniente para que puedan llover sobre ellos las bombas después del acuerdo, ni navegar por los mil meandros jurídicos en que se complacen los padres de la patria desde el nacimiento de Colombia, donde la ley está en todas partes y la justicia en ninguna.
Quieren seguir forcejeando para ver en manos de quién queda el trofeo al menor costo, pero por fortuna no sólo ellos existen: también existe la Historia, aunque nadie lo crea, y les va a exigir hacer algo por este pueblo al que sólo le han dado miseria y mermelada durante tanto tiempo. Santos hasta ha logrado que, con la miel de la esperanza, los sectores democráticos lo dejen gobernar sin oposición. Pero, como no quiere cambiar el país sino limpiarlo de estorbos para su venta a las multinacionales, cada vez se ve más obligado a mostrar su proyecto verdadero: el mismo que tenía en tiempos de Uribe, el de alguien para quien la paz es la máscara y la guerra es el rostro.
Lo he dicho y lo repito: sólo estaremos maduros para la paz cuando nos duela la muerte de todo colombiano, de esos muchachos humildes que hace 50 años mueren anónimos atrapados en todos los bandos, y a quienes los señores de la guerra llaman héroes o canallas dependiendo solamente de si están bajo sus órdenes.
Yo más bien creo que los muertos de todos los bandos son los héroes, y los jefes los canallas. Porque esos jefes saben que el problema es político, y dejan que pase el río de muertos sin tomar las decisiones que salvarán al país, porque eso significará renunciar a una parte de su poder.
Por eso siguen fingiendo que están ante las puertas de la ley, que esto es un problema de cárceles y de tribunales, sabiendo que están en un país donde las únicas soluciones que no existen son las soluciones jurídicas.