23 jul 2014

Detrás de “La Gran Familia”: otras verdades incómodas

23/07/2014
Walter Ego
Los testimonios son terribles, la realidad dantesca, pero lo que pervive detrás del escalofriante drama del albergue “La Gran Familia” –fundado en Zamora, Michoacán por la señora Rosa del Carmen Verduzco, intervenido por la policía el martes 15 de julio– no es tanto un asunto penal como la triste constatación de la precariedad e incompetencia de un Estado que deja a la misericordia y la filantropía lo que debe constituir un eje toral del ejercicio de gobierno.
Si bien la piadosa glorificación de “Mamá Rosa” o “La Jefa”, como también se le conoce, que promueven figuras de la política y las letras mexicanas resulta cuestionable tras los testimonios que pacientemente recaba la Procuraduría General de la República (PGR), su victimización a nivel social también parece discutible. Y no sólo por sus trastornos seniles, deterioro físico, orgánico y cerebral y la disminución de las facultades cognitivas intelectuales, razones por las que la PGR la declaró inimputable, sino porque a pesar de ser el alma de un proyecto generoso criminalmente distorsionado y de controvertida eficacia a la luz de lo que hoy se sabe, también se conoce que por ley los servicios de asistencia social en México (privados o públicos) deben ser supervisados y evaluados por las autoridades de salud de cada gobierno estatal, por lo que parece evidente que las culpas por tanta ignominia han de buscarse además fuera de los muros aherrojados de la casa-hogar “La Gran Familia”.
Lamentablemente, a pesar de que en el año 2011 del Congreso de la Unión aprobó una ley que buscaba “proteger y garantizar los derechos humanos de los niños”, la realidad demuestra que en materia de albergues para la asistencia social las autoridades de salud de las entidades federativas sólo se ocupan de la cuestión sanitaria mientras el sistema estatal para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) atiende la situación legal de los albergados y queda a cargo del municipio correspondiente lo relativo al uso de suelo de las instalaciones. Esta segmentación oficinesca es la que provoca la existencia de vacíos jurídicos y obligaciones desdibujadas que colocan en situación de vulnerabilidad extrema a quienes la vida privó de hogar y de familia, aunque no por ello deba privarles de dignidad y de justicia.
Pese a la “in-mediatez” (por su cercanía, por su presencia en los medios) del caso del albergue michoacano, no debe olvidarse que historias cercanas de exclusión y de abandono se han vivido en otras instituciones mexicanas de asistencia social como el Centro de Adaptación e Integración Familiar (CAIFAC), en Nuevo León, “La Casita”, en Quintana Roo, o “Casitas del Sur”, en la capital del país, de las cuales desaparecieron varios menores de edad víctimas del tráfico de personas y las adopciones ilícitas, un escenario no muy alejado de los delitos que se les atribuyen a seis personas vinculadas a “La Gran Familia” –secuestro, crimen organizado y trata de personas con fines de mendicidad forzosa– y que revela un problema mayor: la indefensión de un determinado sector de la niñez mexicana a cuyo feroz desamparo se enlaza pareja miseria.
Esta victimización sin salida de la niñez, esta suerte de alevoso “bullying” social, es el que ha dejado en evidencia el caso de “La Gran Familia”, un “bullying” primario ejercido por una sociedad que aguijoneada por la riqueza y el éxito para la víspera, deviene sorda, ciega y muda ante la miseria, un “bullying” de cuyo embrión surge el otro, ese que se manifiesta en el rosario de abusos sexuales y psicológicos que hoy denuncian algunas niñas y niños del albergue fundado en 1947 por la señora Rosa del Carmen Verduzco.
Como el otro –ese que desquicia a maestros, padres de familia y funcionarios de educación–, este “bulliyng” social participa también del silencio y la indiferencia general hacia las víctimas hasta que el asunto adquiere dimensiones mediáticas; como en el otro, el agresor es incapaz asimismo de ponerse en el lugar del ofendido, falta de empatía que explica la insensibilidad del estado y sus instituciones hacia la niñez desprotegida y el aislamiento de ésta.
De ahí el estupor colectivo ante un drama cuyas dimensiones hablan de años de perversión de un proyecto de raíz noble; de ahí esas notorias voces que claman por la inocencia total de Rosa Verduzco, pero nada dicen del infierno que retratan los testimonios de quienes vivieron hacinados en condiciones de insalubridad extrema, se mantuvieron con alimentos en mal estado y padecieron rigores de todo tipo y de atentados a su pudor.
Dicen que “familia” y “hambre” comparten idéntica raíz, “fames”, por aludir el primero “al conjunto de personas que se alimentan juntas en la misma casa”. Si bien el Estado no debe emular a un “pater familias” con la obligación de alimentar forzosamente a quienes moran en esa casa ciudadana que se suele llamar Patria, al menos si debiera velar por aquellos de sus vástagos ayunos de ternuras y hambreados de afectos a los que no basta con proveer de techo y lecho, sino, además, de un entorno pedagógico adecuado y supervisado en el que se les instruya y no se les destruya, un entorno con vocación formativa y no de reformatorio, un entorno que obre como aliciente y no como castigo, para que los que allí entren –a contramano de la inscripción en el pórtico del Infierno– no pierdan toda esperanza