Genocida Ramon Camps
Por Daniel Cecchini
El testimonio de un médico que vio y escuchó al genocida Ramón Camps ordenar que se falsearan las causas de la muerte de Jorge Rubinstein puede repercutir en la investigación sobre el despojo de Papel Prensa. El cadáver estaba en la morgue de la Bonaerense
El lugar era grande, con una mesada donde había un cadáver; estaba lleno de gente. Lleno de tipos con uniforme, de la Policía, de la Marina, del Ejército y otros. El ambiente parecía dominado por la exaltación. Los tipos se acercaban al cadáver y lo insultaban, le gritaban, lo puteaban: ‘¡Judío de mierda!’, ‘¡Judío hijo de puta!’. Era algo dantesco. Pasaron unos minutos y vi bajar a alguien por la escalera… ¡Era Camps! Se paró, miró a los presentes, que hicieron un inmediato silencio, y en tono de arenga militar, casi gritando, dijo algo así: ‘Ustedes, señores, están aquí para algo importantísimo. Este individuo –creo que ahí llenó también su boca con insultos de todo tipo– es un delincuente montonero… de los Graiver. Acá tiene que quedar claro que se murió por muerte natural, que no le hicimos nada. Se murió solo’.”
El testimonio pertenece al médico Alejandro Olenchuk, quien luego de 37 años de silencio relató lo ocurrido el 4 de abril de 1977 en la morgue policial ubicada en el subsuelo del edificio de la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, ubicada en la calle 2 entre 51 y 53 de La Plata. El cadáver al que se refiere Olenchuk era el de Jorge Rubinstein, de 51 años, apoderado del Grupo Graiver, asesinado ese mismo día durante una sesión de torturas en el centro clandestino de detención conocido como Puesto Vasco. Allí, en ese momento, también estaban detenidos-desaparecidos Lidia Papaleo e Isidoro, Juan y Eva Graiver, entre otros integrantes del grupo empresarial que poco antes había sido despojado de Papel Prensa por los propietarios de los diarios Clarín, La Nación y La Razón en complicidad con los máximos jefes de la dictadura cívico-militar instalada el 24 de marzo de 1976.
La presencia en el lugar del jefe de la Policía Bonaerense, coronel Ramón Camps, para dar en persona, a una “junta médica” de ocho integrantes, la orden directa de falsificar la autopsia de Jorge Rubinstein revela no sólo la importancia que la dictadura daba a la operación relacionada con los familiares y socios de David Graiver, a quienes había secuestrado pero necesitaba vivos para someterlos a un “consejo de guerra” que validara el despojo de todas sus propiedades, sino que también pone en evidencia una puja intestina entre los dictadores, con Camps –apoyado por el gobernador de facto de la provincia, Ibérico Saint Jean, y el Jefe del Primer Cuerpo de Ejército, Guillermo Suárez Mason (a) Pajarito– de un lado y Jorge Rafael Videla del otro.
Testimonio de un médico. El relato del médico Alejandro Olenchuk fue obtenido por el también médico e investigador Ricardo Martínez en el marco de sus indagaciones sobre la participación de los médicos de la morgue de la Bonaerense en el encubrimiento del genocidio cometido por la última dictadura. El resultado de este trabajo –anticipado por Miradas al Sur en su edición del 23 de marzo de este año– quedó reunido en el libro La marca de la infamia, de la Madre de Plaza de Mayo Adelina Dematti de Alaye con la colaboración de la investigadora Karen Wittenstein y el propio Martínez.
Olenchuk, por entonces jefe de Anatomía Patológica del Hospital San Juan de Dios de La Plata, fue involuntario testigo de los hechos, ya que concurrió a la morgue policial por orden del ministro de Salud de la provincia en esa etapa de la dictadura, Joseba Kelmendi de Ustarán, sin saber para qué se lo convocaba. También –gracias a la intervención de un forense policial, cuyas motivaciones aún hoy desconoce– pudo evitar su participación en la falsa autopsia.
En su relato, Olenchuk recuerda con lujo de detalles lo que le ocurrió el 4 de abril de 1977. “Ese día no me puedo olvidar cuando el telefonista del hospital, un hombre alto y grande, me vino a buscar para decirme que el ministro quería hablar conmigo y que debía ir al Ministerio –cuenta–. Pensé muchas cosas y también de las peores, pero sin llegar a tranquilizarme me dije que si me quería echar no me llamaría el ministro, y si querían detenerme tampoco. Las dos veces que me echaron no me avisó nadie. La única precaución que se me ocurrió fue avisarle a otro de los jefes médicos del hospital. ‘Mire doctor, le dije, me llama el ministro para hablar conmigo, quiero que usted sepa’. El hombre entendió mi intención de inmediato”.
Una vez en el Ministerio, en la antesala del despacho del ministro, Olenchuk se encontró con otro médico, el entonces director del Policlínico General San Martín nombrado por la dictadura, Ramón Posadas, que también había sido citado. “Eso me tranquilizó, ya que a Posadas lo tenía como una persona alejada de cuestiones políticas (…). La verdad es que al saber que éramos dos, algo me tranquilizó”, explica. Una vez dentro del despacho, el ministro De Ustarán fue deliberadamente impreciso sobre el propósito de la citación. “Nos dijo: ‘Necesitamos que ustedes representen al Ministerio en una actividad en la Jefatura de Policía’”, recuerda. Y agrega: “Yendo para allá, me doy cuenta de que no llevaba guardapolvo, me pareció que si iba vestido con guardapolvo estaba, no sé, como más protegido. Así que paré en el Instituto Médico (n. de la r.: se refiere al Instituto Médico Platense, ubicado a menos de cien metros de la Jefatura), agarré uno de un médico amigo y me lo puse”.
En el hall de la Jefatura, Olenchuk no supo hacia dónde dirigirse, hasta que se encontró con otro médico. Se trataba del policía médico Jorge Antonio Bergés, hoy condenado por crímenes de lesa humanidad. “Ni bien entro, se me cruza un médico que me reconoció, uno de Quimes. El apellido era Bergés –dice–. Me conoció al instante porque había sido alumno mío, y con mucha amabilidad me atendió… y cuando le dije que me habían citado, enseguida me guió al lugar (…). Me señaló la puerta y entré solo. Bergés por entonces no era como ahora, ahí se movía como pez en el agua. Conocía todo. El lugar era un piso inferior o en un subsuelo, porque tuve que bajar una escalera. Cuando bajo llego a uno sala grande… lo que vi no me lo olvidaré jamás.”
Lo que el médico Alejandro Olenchuk vio y escuchó en la morgue es lo que se reproduce al principio de esta nota. La “junta” para cumplir con la misión ordenada por el genocida Ramón Camps estaba conformada por ocho médicos, dos civiles (Olenchuk y Posadas) y cinco policías médicos y un médico militar a quienes Olenchuk no conocía. La investigación de Adelina Dematti de Alaye, Ricardo Martínez y Karen Wittenstein pudo identificarlos de la siguiente manera: J. C. Rebollo (subcomisario), R.O. Calafell (subcomisario), R. Canestri (oficial principal), Eduardo Sotés (subcomisario), O. Raffo (jefe del Cuerpo Médico de la Unidad Regional de San Martín) y el teniente primero médico del Regimiento 7 de Infantería Ricardo Nicolás Lederer.
Después de la arenga, Camps se fue por donde había llegado. Olenchuk no sabía qué hacer. “Camps se retira y no sé cuánto pasó para que uno de los presentes, alguien que yo no conocía, se dirige a mí y me dice: ‘¿La autopsia la va a hacer usted, doctor?’ –recuerda–. Cuando escuché eso me quedé mudo, sin saber qué decir. Qué podía decir… En eso, un médico medio bajo y creo que de bigotes se apresura a cualquier respuesta mía. ‘Disculpe, doctor –dijo–, pero me parece que la autopsia la debo realizar yo porque soy médico forense de la Policía’. Yo tomé esas palabras como una salvación. Creo que ese médico me conocía, creo haberlo visto por el Policlínico… creo que también tenía una hija que era médica. Mi respuesta fue instantánea: ‘Sí, por supuesto, doctor’… Y me fui (…). Yo quería irme de allí”.
El certificado de defunción de “NN o Jorge Rubinstein” (así se lo identifica en el Libro Morgue), firmado por uno de los médicos participantes de la falsa autopsia, Eduardo Sotés, consigna como causa de muerte “Insuficiencia cardíaca aguda como consecuencia de su propia patología. No se han encontrado violencias externas ni tampoco internas que planteen culpabilidad de terceros”. El informe está acompañado de once fotografías y en varias de ellas se aclara: “No se observan signos de violencia externa”. En otras palabras: Jorge Rubinstein, asesinado en la sala de torturas del centro clandestino de detención Puesto Vasco, había dejado de existir por causas meramente naturales, ni más ni menos que lo que había ordenado Camps. Y no se culpe a nadie.
Secuestros y tensiones intestinas. A principios de marzo de 1977, el genocida Ramón Camps, jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, pudo finalmente dar la orden a sus grupos de tareas para que pusieran en marcha la “Operación Amigo”, cuyo objetivo era el secuestro de los integrantes del Grupo Graiver. Al frente de la tarea puso a su hombre de mayor confianza, el comisario Miguel Etchecolatz.
El 14 de marzo fueron secuestradas la viuda de David Graiver, Lidia Papaleo, y dos de las secretarias ejecutivas del grupo, Lidia Gesualdi y Silvia Fanjul. Tres días después, el 17 de marzo, corrieron la misma suerte Isidoro (hermano de David), Juan y Eva Graiver (sus padres) y el apoderado del Grupo empresario, Jorge Rubinstein, cuyo estado de salud era delicado y estaba reponiéndose de un presunto accidente automovilístico del que se sospecha que fue un atentado. Días más tarde fueron secuestrados Rafael Ianover, quien había sido el principal testaferro de David Graiver en Papel Prensa, y otros familiares e integrantes del Grupo.
Para Camps se trataba de una operación largamente demorada. Tenía en la mira a los Graiver, por “judíos y montoneros”, desde poco después de instalado el golpe de Estado, pero hasta entonces habían estado fuera de su alcance por precisas órdenes del dictador Jorge Rafael Videla. Los dictadores los necesitaban libres pero presionados para darle visos de legalidad a una de sus operaciones más importantes: que los dueños de los diarios Clarín, La Nación y La Razón se quedaran con las acciones de Papel Prensa, la única empresa productora de papel para diarios del país.
En Silencio por Sangre. La verdadera historia de Papel Prensa, Jorge Mancinelli y quien esto escribe explicaron que se trataba de una necesidad estratégica de la dictadura, para contar con la complicidad comunicacional y propagandística de los tres diarios más importantes de la Argentina. En noviembre de 1976, los familiares del malogrado David Graiver y el testaferro Rafael Ianover se habían visto obligados, bajo amenazas de muerte, a traspasar sus acciones a los dueños de los tres diarios durante una reunión realizada por la noche, en las oficinas que el diario La Nación tenía en el edificio de Florida 1. Aunque la empresa estaba valuada en alrededor de 15 millones de dólares, la transacción se hizo por 996.000 dólares, de los cuales la viuda de Graiver sólo recibió 7.000 en ese momento. No recibiría más.
Conseguidas las firmas para el traspaso, faltaban aún algunos aspectos legales que prolongaron la operación de apropiación hasta principios de marzo de 1977. Recién entonces, el dictador Videla, a través del general Guillermo Suárez Mason, le dio luz verde a Camps para que secuestrara a los Graiver. Pero los necesitaba vivos –aunque quebrados por las detenciones ilegales y las torturas– para someterlos a un consejo de guerra, instruido por el general Bartolomé Gallino, que los encontrara culpables del delito de “subversión económica” para así poder expropiar, a través de la Comisión Nacional de Recuperación Patrimonial (Conarepa), el resto de las empresas del Grupo.
Una vez secuestrados, los integrantes del Grupo Graiver fueron confinados en Puesto Vasco y, más tarde, en el Pozo de Banfield, donde fueron sometidos a constantes torturas. Mientras esto ocurría, los dueños y los representantes legales de los tres diarios que se habían apropiado de Papel Prensa se reunían con Gallino para “darle letra” para los interrogatorios.
Pero en Puesto Vasco, Jorge Rubinstein “se les quedó” a los torturadores. La noticia de su muerte fue un duro golpe para Camps, que vio peligrar su posición en el Ejército y en el andamiaje represivo de la dictadura. No quería que Videla –contrariado por ese “exceso”– ordenara su desplazamiento. En ese contexto, la falsa autopsia de Rubinstein ordenada por Camps y perpetrada en la morgue de la Jefatura de la Policía de la Provincia de Buenos Aires no sólo fue una maniobra tendiente a ocultar una muerte más del plan sistemático de represión ilegal de la dictadura sino también un intento del jefe de la Bonaerense de armarse un escudo protector por haber contrariado las órdenes de sus superiores.
Ahora, el testimonio del médico Alejandro Olenchuk sobre la autopsia de Rubinstein arroja nueva luz sobre los hechos. Seguramente, su contenido llegará al conocimiento del titular del Juzgado Federal en lo Criminal N° 10, Julián Ercolini, donde la causa que investiga la apropiación de Papel Prensa parece dormir el sueño de los (in)justos.